Fiebre: cuando el mercurio trepa tan rápido que nos da permiso a delirar | Opinión | La Voz del Interior

2022-08-19 21:28:27 By : Mr. yuansong tu

¿Qué es eso que todos hemos pasado y que cuando se presenta parece extraordinario? No hablo de una fiebre que permita leer o ver una serie o conversar. Hablo de un termómetro donde el mercurio trepa rapidísimo y el cuerpo se hunde en territorio desconocido.

Algo se empieza a cerrar allá atrás, en la nuca. Algo cae sobre los ojos, una tela transparente pero opaca. El lenguaje se empasta, se enrarece. Las palabras no llegan y es casi como tantear en el vacío. Hay, también, un deseo seco de retirarse del mundo. Un deseo que aparece como consecuencia. Algo tuyo ya se ha retirado y el deseo viene a equilibrar esa falta de sí. Sos vos lo que se está disolviendo.

Después, el mundo de las cosas –el mundo donde un termómetro es valioso– ofrece un nombre: fiebre. Números. Los sonidos se adormecen.

La sensación es la de haber caído en una trampa en el piso. Te contiene y te encierra. Algo bajo tierra.

Pero la fiebre también es sumergirse en agua, dejar que el cuerpo caiga suavemente a un mar sin fondo.

Tengo una enfermedad crónica y sé bien cómo es lidiar con la febrícula. Mi cotidiano. Ese peso en la espalda ante las actividades más simples, ese venir de otro mundo, el páramo del cansancio. Pero esto, claramente, es otra cosa.

Fiebre pura, fiebre alta. Algo tan sencillo como la temperatura que sube, pero tan ominoso como ver que las cosas se disuelven y ahí, en ese paisaje, lo que éramos nosotros se deshace y se funde con lo demás.

Salir del agua, por un segundo, respirar. Sí, mi dormitorio, sí, alguien amado que pregunta cómo estoy, una taza de té, el cuerpo vuelve a caer, quién sabe cuándo será la próxima vez que esta nave de profundidad pueda emerger.

¿Qué es eso que todos hemos pasado y que cuando se presenta parece extraordinario? No hablo de una fiebre que permita leer o ver una serie o conversar. Hablo de un termómetro donde el mercurio trepa rapidísimo y el cuerpo se hunde en territorio desconocido. Hablo de eso: despertarse sólo unos minutos y hacer el esfuerzo para reconocer lo que siempre es certeza. Qué es este cuarto, qué es esta casa, qué soy yo, qué es esa sombra que se asoma a arroparme.

Escribo “mercurio” y aparece una imagen de la infancia. Los termómetros rotos y un frasquito de vidrio donde guardábamos el mercurio como juguete. Nos gustaba soltarlo en el piso y ver cómo eso se reunía solo en un movimiento mágico. Éramos chicos, era la década de 1970, a nadie se le ocurría –por lo menos en esa casa– que jugar con mercurio podía ser muy peligroso.

¿Han visto alguna vez un perro con fiebre? Cómo el cuerpo queda abandonado de sí, cómo no hay ninguna respuesta a los estímulos. Es descorazonador. El animal precioso que siempre responde con alegría ahora es prisionero de sí mismo.

Un niño, una niña con fiebre. Esa desesperación de no saber qué tiene, qué siente. Ese oír el llanto y no poder traducirlo en palabras. Creo que la mayoría de nosotros ha sentido ese abismo de tener un cuerpo mínimo entre brazos, preguntándonos cuándo hay que correr al médico, cuándo volver a tratar de aliviar con agua.

Me pregunto qué es lo que piensa un bebé ante la fiebre. Si nosotros perdemos la brújula en esa marea, ¿cómo se explica un niño o una niña ese tornado de disolución? Quizás el reparo sea que a veces volvemos olvidados de todo, borrando ese mundo transparente que hay del otro lado.

Hace unos años tuve dengue. Creo que fue la fiebre más alta que tuve en mi vida. Cuando entendía qué estaba pasando, rogaba volver a adormecerme porque el dolor en los huesos era insoportable. El mismo dolor que me traía de vuelta para suplicar por otro analgésico. Mi cuerpo, perdido en la fiebre, salía a la superficie cuando el efecto de la última pastilla se retiraba y el dolor volvía a trabajar los huesos.

Tengo recuerdos de eso que entreveía. Una realidad distinta. Una realidad aparte. Y la sensación de que eso era la realidad y que nuestra vida cotidiana era el delirio.

En Melvill, la última novela de Rodrigo Fresán, el escritor argentino construye un relato delirante –por su tono y su estructura– en torno a una anécdota real de la vida de Herman Melville, el autor de Moby Dick.

El 10 de diciembre de 1831, Allan –padre de Herman– quiere volver a su casa. Los barcos no se mueven porque el río Hudson está congelado. Él no puede aguantar ni esperar ni soportar ese límite de la naturaleza. Decide volver a pie. Es una escena impactante. Imaginar a ese hombre dando pasos sobre el hielo duro en un paisaje inmensamente blanco.

Cuando llegue a su casa, el frío ya va a estar instalado en los huesos. Se enferma. La fiebre sube. Con la fiebre llega el delirio. La familia lo ata a la cama. Él habla sin parar, el delirio toma el lenguaje.

Aquí es difícil saber qué es realidad y qué es leyenda o ficción. Pero Fresán construye una escena en la que Herman –de sólo 12 años– está ahí cerca, en la misma habitación, escuchando lo que sale de la boca de su padre. Escuchando y dejando que haga huella.

Algo de la literatura de ese niño, ya convertido en hombre, pone en escena ese deslizarse de una cosa a otra, ese ramificarse infinito en el detalle y en enlaces no tan evidentes.

La fiebre nos da permiso para el delirio. Para ese divagar. Esa errancia, ese no poder hacer pie, ese afán de abarcarlo todo, de ver los lazos que hay entre cada una de las ideas que flotan y bailan frente a los ojos cerrados.

Ese mismo estado, pero en ausencia de fiebre, recibe el nombre de “delirio” y –en nuestra época y nuestra cultura– se lo considera un indicador de problemas de salud mental.

Pienso: cómo oye un delirio un psiquiatra, una poeta, una machi o un chamán. Imagino grandes diferencias. Entonces el sentido no está en lo que se dice, sino en quién escucha.

Me quedo pensando en cómo habrán interpretado la fiebre en otros tiempos. Qué origen le habrán otorgado. Qué tratamientos habrán puesto en juego. Me pregunto, también, cómo el delirio ha tenido distintas lecturas a lo largo de la historia y cómo, aún hoy, su interpretación varía de cultura a cultura. Lo que en una ciudad europea puede ser leído como patología en un poblado africano puede ser un mensaje de los dioses. Lo que se lee como locura, lo que se lee como revelación.

Me quedo pensando en esto, de un modo distinto, lateral, enrarecido. Ahora que puedo volver a pensar en términos de comunicarme con los otros, ahora que he recuperado el código común y trato de traducir algo de lo que he visto del otro lado. Ahora que la fiebre se retira y me deja en la orilla y sólo golpea un poco, en los pies, suave, la marea que busca otra vez el centro de ese mar.

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